Hace poco más de un mes la UD Las Palmas era un naufragio anunciado y esperado, un lujoso ejército incapaz de dar la talla en ninguna plaza, un bonito escenario de cartón piedra que se derrumbaba con estrépito. El pasado sábado el aficionado amarillo que abandonó el Gran Canaria podría ser capaz de afirmar que la escuadra que alienta es la más fuerte y que, posiblemente, ascendería al final de temporada de categoría.
Así es el fútbol, la sospecha de ser un estado de ánimo tan voluble como quebradizo, totalmente desprotegido y a merced de los resultados es una certeza tan real como irrefutable. Es la virtud con la que pena este deporte, la que le condiciona: la pasión con la que se vive, se siente, se disfruta y se padece. La pasión genera en el aficionado las mariposas en el estómago la mañana del día del partido, posibilita una memoria sin fin que recuerda hasta el dato más insignificante que atañe a su equipo. Es la pasión la que alimenta a la polémica, genera rivales y engendra amistades entre desconocidos. Desprovisto de ella el fútbol no se diferenciaría en mucho a casi todo.
El aficionado amarillo encara con optimismo el calendario de su equipo, formula cábalas, cuentas y demás números realizando un ejercicio a partes iguales de abstracción y ficción donde su equipo es ganador. La experiencia invita al partido a partido, pero tras un empacho de goles y de juego como el que el aficionado fue testigo el pasado sábado, es complicado mantener los pies en suelo. Mas es necesario por la dureza de la competición que castiga el más mínimo error, y por la propia irregularidad mostrada hasta hace bien poco.
¿Se puede soñar con los pies en el suelo? Sí, es más, nosotros nunca hemos dejado de hacerlo. El aficionado por defecto es optimista, su equipo puede caer derrotado, pero siempre habrá otro partido, otra jornada, otra temporada para ilusionarse, soñar y disfrutar.